1. Poesía y ciudad en la literatura contemporánea española



El hecho de que la gran transformación urbana sea un fenómeno histórico reciente, junto a la conciencia de que no concierne sólo a quienes lo gestionan, explica el aspecto que en la actualidad presentan los estudios sobre la ciudad: es poco lo que se ha dicho, pero cada día se plantean nuevos asedios desde distintas combinaciones interdisciplinares (urbanistas, geógrafos, historiadores o psicólogos). Y sería conveniente que la crítica literaria no permaneciera ajena a esta tendencia.
Roland Barthes ya avisaba a los geógrafos, en 1971, de la conveniencia de ir a buscar en la tradición literaria los datos necesarios para sus investigaciones: «Lo que tiene más interés no es tanto multiplicar las encuestas o los estudios funcionales de la ciudad, cuanto aumentar las lecturas de la ciudad, de la que, desgraciadamente hasta ahora, sólo los escritores nos han dejado algunos ejemplos». Consejo que coincide con la opinión del geógrafo francés Antoine S. Bailly, autor de un estudio clásico sobre La percepción del espacio urbano (1979), quien reconoce que «mucho antes que el geógrafo o el urbanista, el escritor tuvo la ambición de aprehender la ciudad». Ambas observaciones apuntan hacia la esencia misma de la ciudad, fenómeno que sólo se puede comprender desde el mestizaje del saber. En la misma línea el geógrafo español Horacio Capel se ha atrevido a aconsejar a los geógrafos argentinos, reunidos en congreso, que sobre todo lean a Jorge Luis Borges, en conferencia que recoge el volumen Dibujar el mundo (2001).
Lo que no ha ocurrido, sin embargo, es el consejo de Barthes, Bailly y Capel a la inversa: el que los críticos literarios asuman la condición urbana que aparece en su propio y específico campo de observación. Pueden mencionarse, es cierto, algunos trabajos recientes sobre novela y espacios urbanos, pero en conjunto no remontan un acercamiento al problema meramente empírico. Y cuando algún tratadista intenta mayores vuelos suele conformarse con la luz nebulosa de las generalizaciones, o bien derivar sus análisis —en el mejor de los casos— hacia visiones mucho más amplias o más habituales en la crítica actual (sociológicas, sociales o sencillamente literarias).
Semejante vacío bibliográfico se halla en el vértice conceptual que reúne el ámbito urbano y la tradición poética. Mayor, si cabe, puesto que los cimientos críticos y filosóficos de esta relación, íntima y ya indisoluble, fueron excavados con lucidez en las primeras décadas del siglo XX por Walter Benjamin, sobre todo en su lectura del París decimonónico: «En Baudelaire París se hace por vez primera tema de la poesía lírica». Es decir, desde Les fleurs du mal la ciudad se convierte en tema de la poesía, pero también ésta —«la mirada (alegórica) del alienado»— pasa a formar parte del ser de la ciudad. Y esta doble implicación es la que debe ser desvelada por la crítica allí donde ocurra.
El binomio ciudad y poesía ha de resolver distintos contratiempos históricos y conceptuales: ¿a qué ciudad se hace referencia cuando se utiliza este término: la urbe amurallada, la expansión industrial, la metrópoli, la megalópolis? ¿Qué amplitud se otorga al concepto de ciudad, que es capaz de abarcarlos todos, desde el mero individuo como reflejo urbano (recuérdese la domus pusilla urbs de Alberti) hasta la Ecumenópolis, cuya virtualidad cada día es más patente? ¿Qué grado de autonomía histórica y artística se adscribe a las ciudades en relación con entes de mayor extensión a las que aquellas se vinculan de manera difícilmente divisible: naciones, estados, países...? ¿Cómo organizar, en suma, el laberinto de referencias sobre un único concepto, que nace de observar las ciudades más dispares y distantes? ¿Todas las ciudades son una misma ciudad? Y para no complicar del todo este panorama, se ha de dar por supuesto que existe un acuerdo crítico sobre lo que se considera poesía o sobre qué tradición sea la hegemónica.
A grandes rasgos y atendiendo a esta complejidad conceptual, las relaciones entre «poesía y ciudad» pueden situarse en tres niveles diferentes que indican tres preocupaciones distintas bajo el mismo enunciado.
En el nivel más genérico posible, ciudad equivale a civilización. Sentido éste que percibió con claridad Unamuno: «La civilización en su estricto sentido, en el sentido de hacer a un pueblo civil, ciudadano, dotado de espíritu de ciudad...» Algo semejante, pese al pobre acierto estético, expresan algunos versos de Eduardo Marquina en sus Canciones del momento (1910):

Que antes que piedra y que madera y hierro
la Ciudad era espíritu...

A partir de esta concepción cabría interesarse, en un primer acercamiento, por el debate sobre el papel del poeta en la civilización contemporánea. En la tradición anglosajona, por ejemplo, este asunto se ha convertido en una preocupación central de cualquier poética, pero no se puede afirmar lo mismo sobre la hispánica, que suele agotar el problema con meras anécdotas sociológicas (subvenciones, editoriales, público...).
Si las relaciones entre poesía y ciudad son de doble dirección, en este mismo nivel se ha de plantear una cuestión mucho más fértil e interesante: ¿qué consecuencias ha tenido la ciudad-civilización en la tradición poética? Me atrevería a pensar que tanto ese «espíritu de ciudad» de Unamuno como la propia dinámica urbana a partir de la revolución industrial (algo más tarde en España) no han sido inocuos en la evolución de las formas poéticas. La inflexión del tono lírico, de la grandilocuencia a la casi intimidad, la persecución del coloquialismo, la atención al valor simbólico de minucias y trivialidades de la vida cotidiana, o cierta afición canallesca que germinaron junto a las delicuescencias y sinestesias modernistas no son ajenas al influjo urbano, entendido éste en su sentido más extenso. Dentro del modernismo, una parte de la obra de Manuel Machado, El mal poema (1909) en especial, quizá sea el mejor ejemplo. De la misma época datan las Canciones del momento (subtituladas pomposamente: «Odas de la ciudad y horas trágicas»), de Marquina, aunque su valor literario sea sustancialmente menor.
Después del modernismo, aunque con una intención opuesta, también Dámaso Alonso se propuso integrar en la lírica el sentido lingüístico y de civilización que aportaba la ciudad en un libro extraordinario: Hijos de la ira (1944). La ciudad existencialista del «millón de cadáveres», lo es «(según las últimas estadísticas)». Este libro fecundó además una poética comprometida con las condiciones de «la vida civil» y con una lengua poética que fuera sobre todo «ciudadana».
En un segundo nivel de relación, ciudad equivale a «un asentamiento relativamente grande, denso y permanente, de individuos socialmente heterogéneos», según la definición ya clásica de Louis Wirth. En este capítulo se tratará de analizar no sólo la poesía que asume como tema la vida urbana, sino también las reacciones frente al fenómeno urbano que la literatura haya propiciado, o incluso condicione en la actualidad.
Hay que realizar una importante observación previa: la moderna lírica urbana, de raíz baudelairiana, no es heredera de la poesía de la ciudad antigua. Ésta tenía su propio subgénero, el canto apologético, que era una exaltación externa de la ciudad noble: su fundación, sus héroes, sus murallas, sus maravillas... Aunque hoy siga existiendo una poesía de lugares, a veces más artesanal que artística; al poeta actual le interesa únicamente el aspecto interno, íntimo, de la vivencia urbana. Que no existan vínculos profundos entre la poesía de la ciudad antigua y la propia de la metrópoli no significa, sin embargo, que no se perciban claramente las connotaciones de una y otra. Existe un brevísimo poema del poeta nicaragüense Luis Alberto Cabrales que es capaz de dedicar dos atinados versos a cada una de esas concepciones antagónicas, para quedarse luego con la ciudad, y el ideal amoroso, tradicionales:

Fulgen los rascacielos arropados en niebla.
Un río de muchachas frescas —leche y miel— pasa.
Sueño con una ciudad de tejas rojas
donde una mujer sola como yo sueña.
También en el modernismo se puede rastrear el inicio de esta poética. Villaespesa escribió poemas como el soneto «Toledo», que empieza «Vieja ciudad de hierro...» y concluye refiriéndose explícitamente a aquello que definía la ciudad antigua, su inmutabilidad:

y el águila imperial detendrá el vuelo
sobre la aguja de la catedral.
Pero también escribió un poema como «Nocturno de ciudad», que narra un episodio urbano donde imágenes de anonimato se suceden (niños, madres, moribundos, amantes) para concluir en una escena donde ese anonimato impregna lo más íntimo: el ofrecimiento amoroso, susurrado por «las hijas pálidas del vicio». La herencia de Baudelaire se dibuja nítida, y, junto a ésta, emerge una concepción de la vida de ciudad muy distinta a la que emana del poema dedicado a Toledo.
La primera ciudad que entra en los versos modernos es, por lo tanto, la ciudad marginal: una suerte de arrabal literario donde el poeta se identifica con alcohólicos, ladrones, anarquistas o rameras. En esta ciudad del mal la poesía a veces ampara un mero costumbrismo bohemio (Carrère), pero en otras ocasiones se reconoce un esfuerzo notable por renovar los temas de la poesía lírica.
Más tarde los poetas se centrarán sobre todo en la ciudad deshumanizada de las multitudes y el ruido. O mejor sería decir contra la ciudad deshumanizada. Poeta en Nueva York (1940) es ya un título emblemático, al que se pueden añadir no pocos textos del Cántico de Jorge Guillén, como: «Jardín de en medio», «Además», «A vista de hombre», o «Callejeo». No todos los poemas guillenianos, sin embargo, participan de esa aversión urbana; «Como en la noche mortal» es una espléndida introspección en la vida de ciudad:

Mujeres fugacísimas,
Ráfagas hacia el deseo,
Un ocio vagabundo...
¿Qué es lo que yo no quiero?
La conocida como Generación del 50 fue la primera que se propuso desarrollar una poética de la ciudad, sin complementos detrás ni preposiciones previas. «Los poemas de Ángel González en su primer libro, Áspero mundo, se remiten siempre al Madrid de los últimos cuarenta y primeros cincuenta. La atmósfera, las luces y el sentimiento de vivir en aquellos años y en aquella ciudad parecen haberse condensado en ellos, mucho más que en cualquier descripción directa» (carta de Jaime Gil de Biedma del 20 de octubre de 1988). Los poetas de esta generación fueron quienes más connotaciones desvelaron de la vida interior en la metrópoli.
Un tercer nivel de estudio es el que cohesiona radicalmente el nombre de un poeta al nombre de una ciudad. Pero, ¿es París quien crea la figura de Baudelaire o es Baudelaire quien ha creado una imagen de París? Que las dos opciones sean ciertas es premisa necesaria de aquella doble dirección que se establece entre el poeta y la ciudad. Nadie ha de dudar que cada ciudad tiene un carácter propio que penetra en sus habitantes, pero tampoco negará que vemos y leemos hoy muchas ciudades apegados a los versos de sus poetas. Lisboa sin Cesário Verde y sin Álvaro de Campos no sería la ciudad que es.
Como toda clasificación, ésta no es menos arbitraria que cualquier otra. Su única intención ha sido mostrar esa necesidad que la crítica literaria va a tener, tiene ya, de estudiar el fenómeno urbano para no desentenderse de preocupaciones y hallazgos de los poetas.