9. El poeta POR la ciudad: Ángel González


1.
Escasa fortuna ha merecido el califi¬cativo «urbana» —lo que se refiere a la ciudad— al costado del vocablo literatura. Un cierto desprestigio crítico, si no un deliberado rechazo, se cierne sobre la expresión cuando ésta aparece, pone de manifiesto su falta de decoro, obliga al eufemismo. Así es, aunque no por ello resulte menos injustificado: el hombre y la ciudad es uno de los grandes temas de la literatura contemporánea. Sin él son impensables la mayoría de las obras que iniciaron la modernidad.
La aversión se incrementa sustancialmente cuando urbana ha de calificar a poesía. La unión de ambos términos se sospecha incluso antitética: nada parece tan extraño a ésta como lo que se refiere a la ciudad. Por fuerza la contradicción ha de ser un espejismo, pues es inconcebible una poesía moderna ajena tanto a la trayectoria de los demás géneros literarios como a las realidades más acuciantes del hombre actual. En la exégesis poética tal vez pese de un modo negativo, en detrimento de lo ciu-dadano, la memoria de los usos vanguardistas, que al identificar ciudad con escritura nueva acabaron por ahogar la lírica en ristras sin sentido de palabras urbanas. Las consecuencias de esta confusión entre nueva estética y ciudad no sólo afectaron a aquélla, sino también a ésta: «deixaré la ciutat que em distreu de l'amor» escribe el poeta catalán Joan Salvat-Papasseit (1894-1924) para manifestar su desilusión de la vanguardia. Espléndido verso que ha quedado apun¬tado directamente al corazón de cual¬quier poética urbana.
Otra falsa creencia ha aumentado la desconfianza en lo urbano: la que identifica el discurso sobre la ciudad con el desarreglo formal, cuando no con la total informalidad. Producto, qué duda cabe, de una pésima lectura del intento vanguardista por explicar e incorporar el mundo contemporáneo a las estructuras líricas, no merece hoy mayor crédito. Todavía un tercer elemento concurre para desvirtuarlo: el mito de la actual cultura urbana, sociológicamente ligada a la sociedad industrial. Sus efectos de despersonalización, fragmentarismo, heterogeneidad y desequilibrio poco contribuyen a dignificar el calificativo. Pero pese a estos u otros prejuicios críticos, la discusión so¬bre la ciudad sí o la ciudad no —como lo enuncia Eugueni Evtuchenko— forma parte ya de los entretenimientos bizantinos; y lo cierto es que, no sin conflictos o dudas, la tradición poética ha incorporado bien los elementos del paisaje ciudadano —con singular emoción a veces—, bien las complejas reflexiones sobre un hecho y una condición que cada día im¬plican a más personas, a más poetas y lectores, y amenazan además con absor¬ber a todos los humanos en una única megalópolis sin fin.
Ángel González pertenece a esta tradición, es más, incluso la ilustra de un modo paradigmático: sin destacar nunca como rasgo primordial de su poesía, tal vez ni siquiera en Tratado de urbanismo, la reflexión urbana ha aflorado en su obra, con lucidez, aquí y allá, ha compuesto el fondo paisajístico de algunos textos, en otros ha dado la clave de una vivencia urbana, pero siempre de una manera natural, desposeído tanto de afán sectario como de desdén purista.
2.
Los estudiosos del fenómeno urbano se han encontrado con frecuencia ante la dificultad de definir un ámbito tan polimorfo como es la ciudad. De ahí que hayan parcelado su análisis al compás de la historia: las ciudades-estado, la ciudad medieval, renacentista, barroca, industrial... O al de las culturas: la ciudad musulmana, la ciudad-convento, la modernista... O incluso al de la imaginación humana, desde la Ciudad de Dios hasta las ideaciones del socialismo utópico. De tan amplísima variedad de concepciones urbanas, a la literatura le conviene definir sobre todo dos: en primer lugar la contemporánea (las actuales aglomeraciones y sus tensiones), es decir, de la que se nutre la literatura moderna; y en segundo lugar, la tradicional, aquella que ha pervivido en el tiempo y como tal ha quedado reflejada en la escritura, hasta la gran mutación decimonónica.
Con una población por lo general reducida, la ciudad tradicional se ha ajustado a lo largo de la historia a la definición que el Rey Sabio formulara en el siglo XIII: «todo aquel lugar que es cercado de los muros con los arravales, e con los edificios que se tienen con ellos» (Alfonso X, Séptima partida, título XXXIII, ley VI); es decir, esenciales en la ciudad antigua fueron los «arravales» donde habitaba la población, los edificios destinados a los servicios comunales y los muros que, circundándola, establecían su exacto e inalterable perímetro; pero básico en la concepción tradicional de la ciudad ha sido su carácter estático —«Las ciudades siempre han sido estáticas; la muralla era el símbolo de esta condición de la ciudad», afirma Constantinos A. Doxiadis—. En la práctica se podía considerar inmutable —«La ciudad antigua cambiaba con tanta lentitud, que en cualquier momento se le podía considerar inmóvil durante un tiempo indefinido», observa Leonardo Benevolo—. Su imagen unívoca, homogénea, se proyectaba a lo largo de los siglos. De hecho la definición alfonsí de la ciudad medieval en muchos casos no ha perdido su vigencia hasta la gran mutación de la faz urbana que provocó la revolución industrial. El primer gesto de la ciudad moderna fue derribar los muros que la constreñían, y entrar, después, en un incesante y caótico dinamismo. Una ilimitada y acumulativa expansión —«Las ciudades de la actualidad se están moviendo a la velocidad de una avalancha» asevera A. J. Toynbee—, desconocida hasta entonces en la historia de la humanidad, que ha producido el fenómeno denominado gran ciudad, metrópoli o incluso, en algunos casos ya, megalópolis. A un poeta contemporáneo de este proceso de súbito y desmedido crecimiento debemos su expresión más fiel y elocuente, más hermosa también: «Le vieux Paris n'est plus (la forme d'une ville / Change plus vite, hélas! que le coeur d'un mortel)» ¡La forma de una ciudad cambia más rápidamente que el corazón de un mortal!, dejó escrito Charles Baudelaire en el poema «Le Cygne».
3.
El hecho de que ciudad antigua y metrópoli sean dos concepciones diacrónicas de una misma realidad implica una percepción sucesiva de cada una de ellas. Así, la literatura urbana anterior al XIX —o al XX— forzosamente habrá de referirse a la ciudad tradicional, y la posterior, por regla general, tiene como objeto dar razón del caos que subyace en las modernas aglomeraciones humanas.
La ciudad antigua, coherente con su imagen estática, ha propiciado una poesía entre descriptiva y apologética, que con frecuencia erigía la urbe cantada en tema único ya desde el título de la composición. Lugar común era recordar su origen mítico, sus nobles costumbres, sus habitantes ilustres, sus piedras magníficas, en suma, la poesía recreaba la imagen unitaria que cada ciudad ofrecía de sí misma. La perspectiva lírica adoptada era siempre externa, superficial, pues la oposición entre vida rural y urbana no había trascendido a las poéticas al uso, cuya fuente simbólica prácticamente única continuaba siendo la naturaleza. La evocación en verso de un ambiente ciudadano se catalogaba, por su asunto, en un subconjunto temático que incluía otros —personajes, hechos históricos—. Pero en ningún caso versos como por ejemplo el gongorino «Pisado he vuestros muros calle a calle», mera referencia externa, representan una alternativa posible, en el campo simbólico, al mundo natural. Alterantiva que sí existe en la moderna poesía urbana, como muestra de un modo emblemático el poema «Albada» de Jaime Gil de Biedma, donde el autor hace paráfrasis de los elementos simbólicos de la lírica provenzal con elementos urbanos. Para ilustrar esta concepción poética de la ciudad antigua puede servir cualquier texto anterior a las fechas históricas de la revolución industrial. Después de la dispersión urbanística, sin embargo, no todos los textos abordan la ciudad desde una nueva perspectiva, interna, autosuficiente simbólica. Algunos continúan haciéndolo con las viejas maneras (descripción, apología) o se refieren a pequeñas villas, espejo de lo que fueron todas en el pasado.
4.
Únicamente en dos poemas de Áspero mundo (1956), primer libro del poeta Ángel González, la ciudad aparece con entidad de protagonista. En algún otro poema pueden subrayarse ciertas alusiones ciudadanas. Ahora bien, bastan esos dos textos para identificar en ellos las dos dimensiones diacrónicas de lo urbano. El tratamiento poético de ambas adquiere además una proyección paradigmática.
La primera dimensión enmarca la poética de la ciudad antigua. Un soneto la ilustra en este libro:

CAPITAL DE PROVINCIA

Ciudad de sucias tejas soleadas:
casi eres realidad, apenas nido,
sólo un rumor, un humo desprendido
de las praderas verdes y asombradas.

Luego hay hombres de vidas apretadas
a tu destino semiderruido,
y muchachas que crecen entre el ruido
cual si estuvieran entre amor sembradas.

A casi todas miro tiernamente,
y los viejos alegran tus afueras
con sus traviesas cabelleras blancas.

Yo estoy contento y, cariñosamente,
caballo gris me gustaría que fueras
para darte palmadas en las ancas.

La concepción de este poema no es ajena al modelo tradicional que alienta las composiciones de la sección de Áspero mundo donde aparece: «Sonetos». En un primer acercamiento, las referencias describen una ciudad antes relacionada con la definición alfonsí que con los alejandrinos de Baudelaire. Desde el primer verso la ciudad, «de sucias tejas soleadas», aparece connotada con los rasgos de tradición (la casa de tejas frente al bloque monolítico) y antigüedad (la suciedad, signo a la vez de paso del tiempo y de inmutabilidad frente a éste). La presentación externa concluye en cuarteto inicial: «Un humo desprendido / de las praderas verdes», que se refiere sin duda a un perímetro concreto (el humo oscuro perfectamente diferenciado en su ascensión aérea, las praderas rodeando la urbe). La ciudad aquí se manifiesta como un territorio acotado y diferenciado de la naturaleza, frente a la continua expansión de la metrópoli industrial, sin límites fijos. Alusiones como «y los viejos alegran tus afueras» sólo pueden comprenderse en un marco de estas características.
Las imágenes, ya en un segundo pla¬no de análisis, corroboran esta sensación de una ciudad limitada, unitaria: «apenas nido». La comparación implícita entre la ciudad y el «anca de caballo gris», es coherente con la idea geométrica (humo, nido) y cromática (sucio) que el poema había ido creando de la «Capital de Provincia». Esta imagen zoomórfica, por otra parte, posee una clara filiación neoplatónica, es decir, di-rectamente vinculada al modelo de ciudad clásico. Finalmente, en un tercer plano, el poema contiene un rasgo clave de la ideología de la ciudad antigua: «hay hombres de vidas apretadas / a tu destino semiderruido». Fustel de Coulanges, en un libro célebre, ha estudiado esta idea del hombre unido al destino de su ciudad (en este caso a su decadencia): «El ciudadano quedaba sumiso en todas las cosas y sin ninguna reserva a la ciudad: le pertenecía por completo».
Pero no sólo descripción, imaginería e ideología concurren para proporcionar una dimensión tradicional de la ciudad, también los usos lingüísticos apoyan la noción estática de la urbe. En el primer cuarteto apenas encontramos un verbo (principal transmisor de la temporalidad) y éste es además una cópula: «eres», en un presente general, propio de los fenómenos permanentes. El resto de formas verbales referidas al objeto de la evocación coinciden en la au¬sencia de temporalidad marcada y de acción. Aspectos, unos y otros, que ad¬quieren, a su vez, un valor paradigmático en la poética de esta dimensión urbana.
Una vez esbozado el comentario y establecidas las raíces urbanas de tipo tradicional que orientan la composición, cabría preguntarse por las razones que Ángel González tuvo para escribir un texto de estas características; tan alejado, en principio, de su particular poética, que él mismo ha expresado sin ambages: «es necesario apuntar al tiempo que se conoce, dirigirse al hombre con el que se limita, con el que se convive». Para tratar de responder a la cuestión nada mejor que seguir el rastro autocrítico dejado por el propio poeta: «En él —Áspero mundo— recojo algunos poemas de mi primera juventud que me parecieron recuperables; versos muy literarios que expresaban poco o nada de mí: vagas disposiciones sentimentales, emociones más inventadas que vividas». Esta, pues, parece la razón íntima del soneto «Capital de Provincia», en él pesaron más influencias librescas y cierta ensoñación que la observación de la realidad.
5.
Emilio Alarcos Llorach, en un afortunado estudio sobre el poeta, observa y analiza esta primera inflexión en la trayectoria de Ángel González, el tránsito de una poética literaturizada a una poética de lo vivido: «deja de seguir lo leído, lo aprendido, y se vuelve a la vida... Ahora literatura será lo que el mismo poeta, el hombre vive», camino de la madurez.
Si en el particular motivo temático que estas páginas persiguen «Capital de Provincia» era un ejemplo del punto de partida, el último poema de Áspero mundo lo será del punto de llegada —la vida—:

CIUDAD

Brillan las cosas. Los tejados crecen
sobre las copas de los árboles.
A punto de romperse, tensas,
las elásticas calles.
Ahí estás tú: debajo de ese cruce
de metálicos cables,
en el que cuaja el sol como en un nimbo
complementario de tu imagen.
Rápidas golondrinas amenazan
fachadas impasibles. Los cristales
transmiten luminosos y secretos
mensajes.
Todo son breves gestos, invisibles
para los ojos habituales.
Y de pronto, no estás. Adiós, amor, adiós.
Ya te marchaste.
Nada queda de ti. La ciudad gira:
molino en el que todo se deshace.

El propio entramado formal denota un poema de mayor madurez, pues en éste se ha abandonado el rigor estrófico de aquél y predomina ya el verso libre, con el ritmo endecasílabo característico de Ángel González. También, a la escasez de verbos anotada en el soneto se opone, en «Ciudad» una abundancia de esta magnitud gramatical ya desde el primer verso, que se abre y cierra con sendos verbos, es decir, se anuncia una presencia marcada de acción y temporalidad.
En la imagen que de la ciudad se da, desde el punto de vista descriptivo, resaltan primero los elementos dinámicos: «tejados crecen / sobre las copas de los árboles», «elásticas calles», «los cristales / transmiten... mensajes», y después cierta ornamentación acorde con las nuevas realidades urbanas «cruce / de metálicos cables», «fachadas impasibles». Este primer nivel sitúa al lector cabalmente en la metrópoli moderna: dinamismo es un concepto clave para definirla. Pero además este carácter dinámico, patente en la imagen de la ciudad se refleja también de un modo implícito en las relaciones que en ésta se establecen: «Todo son breves gestos, in-visibles / para los ojos habituales». Es decir, desde una perspectiva ahora ideológica, la ciudad se caracteriza —como el verso intuye— por una multiplicidad de pulsiones contradictorias, un exceso de estímulos psíquicos de toda índole cuyo dominio ni por asomo se puede alcanzar. Y esta condición urbana, donde el poeta sitúa la anécdota de su texto, es en buena parte debida a la condición esencialmente heterogénea de la ciudad. Heterogeneidad que impregna la de ambos personajes del poema, tú y yo; su encuentro casual, objetivo, abstracto, pierde tal vez para siempre la anhelada oportunidad de convertirse en un encuentro personal, concreto. El uso paradójico de la fórmula de despedida «Adiós, amor, adiós» (propia de una relación concreta es utilizada por el poeta en un contexto abstracto), delata una de las vivencias urbanas más íntimas. «Una gran ciudad es tan ilimitada —afir¬ma Gabriel Zaid— en la producción de encuentros abstractos que acaba por inhibir los encuentros concretos». No muy lejos de este análisis del sociólogo se halla la formulación del tema del poema. Y un breve ejercicio de memoria emparentará «Ciudad» con el inaugural poema de Joan Salvat-Papasseit, «Encara el tram».
El dinamismo empírico e ideológico, tan relevante en el texto, alcanza su máxima proyección poética en el último verso, cuando aparece la metáfora precisa de la ciudad metropolitana: «molino en el que todo se deshace».
6.
Si se comparan las realidades a las que apelan ambos textos comentados, se ha de concluir con Toynbee que «el reemplazo de la pequeña ciudad amurallada por la ilimitada ciudad del presente y del futuro ha cambiado el carácter esencial de la vida urbana». A esta verificación histórica se le ha encontrado, en los poemas de Ángel González, una diáfana expresión lírica a la que el poeta ha llegado gracias a sus vivencias y paseos por la ciudad real.