LA VIDA EN LISBOA SEGÚN FERNANDO PESSOA

I
Assim tem que ser onde tudo se ajusta —
O homem à Naturaza, porque a cidade é Naturaza
ÁLVARO DE CAMPOS

Enmarcar la relación que existe entre la obra literaria de Fernando Pessoa y la ciudad de Lisboa no le ha resultado a la crítica, hasta el momento, un asunto de solución sencilla. Los acercamientos se han limitado a investigar dos aspectos tan obvios como ineficaces. Por una parte se ha tratado de establecer el recuento biográfico de lugares pessoanos, que empieza por anotar las direcciones donde Pessoa vivió en cuartos de alquiler, un sistema de alojamiento propio de hombres solteros que aún hoy es muy popular en Lisboa. Como el catálogo de casas de Pessoa es extenso, y señala hacia casi todos los barrios de la Lisboa antigua, parece que el asunto dé como motivo de estudio. El tema propuesto, sin embargo, se intuye pronto que ha de elevarse sobre éste y otros contratiempos biográficos. Otra aproximación, derivada de ésta, ha privilegiado el recuento de lugares lisboetas citados en los textos de Pessoa, que no son demasiados, pero alguno hay, sobre todo en el Libro del desasosiego y en ciertos poemas —pocos— de Álvaro de Campos. Me parece ésta una labor análoga a la que resultaría de confeccionar un diccionario de botánica con citas de poemas renacentistas. La botánica es una cosa y la poesía otra, tal como Lisboa es una entidad intelectual que no necesita para existir de la obra literaria de Pessoa, aunque a veces parezca lo contrario.
Un segundo asedio poco afortunado es aquel que se limita a estudiar la guía turística de Lisboa que Pessoa redactó en inglés. Es éste un episodio menor en el conjunto pessoano, que apenas hubiera alcanzado relieve literario de no haber permanecido inédita durante muchos años y ser publicada cuando ya escasean los sorprendentes descubrimientos que tuvieron, y de verdad, en vilo a los lectores durante los años 80. Pessoa no renunció nunca a convertirse en un pequeño hombre de negocios; negocios que en ocasiones quiso relacionar con actividades próximas a sus conocimiento literarios. Uno de estos negocios, no se olvide, fue la fundación de una casa editorial denominada «Olissipo», que es —por cierto— el nombre latino de Lisboa, y este hecho me parece —biográficamente— casi de mayor interés que la guía lisboeta, con ser éste un texto realmente curioso.
Antes de enmarcar el tema que une la ciudad y el poeta tal como creo que se ha de enfocar, me parece necesario apuntar dos o tres ideas previas.
En la geografía poética creada por Fernando Pessoa las personalidades del poeta e ingeniero Álvaro de Campos y del memorialista y escribiente Bernardo Soares representan al hombre de su tiempo; aunque no como símbolos de dos fenómenos sociales diferentes, sino como dos actitudes que conviven en el curso de una misma vida. Que los heterónimos no sean meros personajes de novela, sino una proyección lírica de la figura del propio Pessoa, así lo exige.
Álvaro de Campos representa el ímpetu juvenil y cosmopolita del ser dominante; el perfil desdibujado de Bernardo Soares, que a veces ni siquiera es tratado como heterónimo, asume la metáfora del que empieza a reconocer los límites de su derrota. Ambos heterónimos tampoco son creaciones cerradas o apriorísticas, sino simplemente puntos de partida de un pensamiento sobre todo poético. Así el ingeniero del «Ultimatum» y de las odas futuristas es también un ser torturado y angustiado por la ciudad y por el paulatino reconocimiento de su propio fracaso. No resulta extraño, por lo tanto, que el autor de la «Oda triunfal» sea también quien firme ese extraño y excepcional «Soneto já antigo» donde acaba maldiciendo a quien un día pensó que él, Álvaro de Campos, llegaría a ser grande.
La intuición de la ciudad en Fernando Pessoa, hay que aclararlo antes de continuar, trasciende las referencias concretas que aparecen en Campos y Soares, y no aparecen en Caeiro, en Reis o en la obra ortónima. La ciudad, en su sentido más amplio, ampara el diálogo artístico de los heterónimos desde su concepción en el seno de una vanguardia de raíz futurista, hasta su puesta en escena pública que, evitando la convención del libro, prefirió las revistas —«Orpheu», «Athena»—, esas efímeras publicaciones impensables fuera de una dinámica urbana. Es más, todo el desarrollo de los heterónimos está vinculado a la aparición de ciertas revistas de vanguardia, fruto inequívoco de la cultura de ciudad. Así, por ejemplo, en el único número de una revistilla aparentemente trivial, «A Renascença», de febrero de 1914, Mário de Sá-Carneiro, el amigo de Pessoa y él mismo uno de los poetas más importantes de este siglo en Portugal, publicó un cuento que atribuía al poeta ruso Petrus Ivanovitch Zagoriansky, invención del propio Sá-Carneiro y precedente inmediato del nacimiento de los heterónimos, fechado por Pessoa en marzo de 1914. En ese mismo número Pessoa publica sus dos primeros poemas: una composición con aires tradicioneles («O sino da minha aldeia», la campana de mi aldea) y otra, conocida como «Paúis» que fue, en aquel momento, el primer poema del «paulismo», es decir, el primer movimiento de vanguardia portuguesa con conciencia de tal. Un año más tarde, en 1915, se publican los dos números de «Orpheu», revista que se convertirá en emblema de la generación de Pessoa y Sá-Carneiro. En sus páginas aparecen los primeros poemas de Álvaro de Campos. Nueve años más tarde, cuando Pessoa quiso mostrar completo el mosaico de personalidades que poblaban su mundo lírico, fundó una nueva revista, la extraordinaria «Athena» donde vieron la luz el primer libro de Odas de Ricardo Reis (número 1), varios textos programáticos de Álvaro de Campos.. y los poemas de «El Guardador de Rebaños» de Alberto Caeiro (número 4). Revistas, heterónimos y Lisboa, por lo tanto, son entidades que aparecen íntimamente entrelazadas.
No quisiera acabar este primer intento de enmarcar el tema de Lisboa y Pessoa sin recordar que el diálogo de los heterónimos posee un fuerte vínculo con la ciudad, pero esta relación ha de ser, necesariamente, una cualidad interior. Jamás exterior. Me refiero con esta afirmación al mito de la dramatización externa de los heterónimos, es decir, al hecho de que Pessoa unos días impostara la vestimenta de ingeniero, y actuara como tal, y otros se vistiera de pastor, o guardador de rebaños. La simple idea de que esto fuera posible repudia, pues resulta incompatible con la concepción literaria de los heterónimos tal como se han consolidado en su escritura.
El mito de la representación pública de los heterónimos tiene su propia historia: João Gaspar Simões es sin duda uno de los críticos pessoanos fundamentales y su biografía de Pessoa, publicada en 1950, pese a los excesos que suelen denunciarse, sigue siendo hoy un texto necesario para comprender muchos aspectos de la vida del poeta. Gaspar Simões no sólo fue contrario a la opinión expresada en el párrafo anterior, sino que en varias ocasiones ha testificado la veracidad de la dramatización externa de los heterónimos. Así, en 1957, 22 años después de la muerte de Pessoa, Gaspar Simões recordó el primer encuentro con Pessoa en estos términos: «Ese primer contacto con la singular personalidad del hombre de Orpheu [...] provocó en José Régio, creo, cierta decepción. ¿Por qué? Porque —se respondía el propio Gaspar Simões— en lugar de comparecer personalmente a la entrevista, envió por él, digámoslo así, a una tercera persona; ¡ni más ni menos que el Ingeniero Álvaro de Campos! De forma que, mucho menos natural que su progenitor, el hombre de la Oda Marítima se nos mostró tal como era; además de ingeniero, algo así como una sofisticada personalidad». Hasta aquí la cita del crítico, y de ella me permito subrayar una expresión: «digámoslo así», es decir, una forma de explicarlo. En 1974, casi 40 años después de la muerte de Pessoa, Gaspar Simões contaba el mismo episodio en estos términos: «Tímido como era, sin ninguna duda, Pessoa, el Pessoa corresponsal extranjero, prefirió encargar al Ingeniero Álvaro de Campos, hombre de mundo, espíritu sensacionista, hacer las honras de la casa a los jóvenes críticos de Coimbra». Fíjense que aquí ya no hay ningún «digámoslo así», aquí sencillamente se afirma. Ambos texto justifican que muchos lectores hayan creído en la dramatización externa de los heterónimos. Ahora bien, el propio Gaspar Simões, antes de todas estas explicaciones, había contado el mismo episodio de una manera muy diferente. El 17 de abril de 1936, cinco meses después de la muerte de Fernando Pessoa, el joven crítico publicó una extraña necrológica («extraña» por el tono nada elogioso de la misma) en el Diário de Lisboa donde daba la primera versión —de las otras que le iban a seguir— sobre el famoso encuentro en el café Montanha: «Fernando Pessoa —dice Gaspar Simões en 1936— intentó inútilmente, falseando todas las personalidades, ser una de ellas. Álvaro de Campos no quería comparecer a la llamada: Fernando Pessoa hizo desesperadas llamadas a su ingeniero Álvaro de Campos, positivo y dinámico; Alberto Caeiro no compareció porque ya había muerto; Ricardo Reis aparecía y desaparecía, delicado, exacto, metafórico, o sea, muy poco humano. Fernando Pessoa se veía obligado a ser Fernando Pessoa malgré lui, por lo que no llegaba a ser propiamente ninguna personalidad». Es decir, Pessoa fue Pessoa, parece decirnos ahora Gaspar Simões, aun a costa suya, con muchos mundos interiores pero muy poco mundano. Tal como nos imaginamos que fue. Sobre lo que realmente pasó ese domingo en que fueron a visitarle los dos jóvenes de Coimbra sólo añadiré un dato más: José Régio —un poeta poco conocido en España, pero capital en la poesía contemporánea portuguesa— no quiso nunca más ver ni saber nada de Pessoa, él, que había incluido un capítulo en su tesis de licenciatura sobre la generación de Pessoa: tal vez el primer escrito crítico serio con que cuenta la gigantesca bibliografía pessoana. Tesina que escribió, claro, antes del famoso y desafortunado encuentro.
Es cierto, por lo tanto, que los heterónimos muestran una diáfana imagen urbana, pero ésta es únicamente una vivencia interna, nunca externa. Gaspar Simões acabó llamando «payasada», literalmente, a los heterónimos, «la gran payasada de los heterónimos» —dijo—, pero estas palabras, ahora lo vemos claramente, no hablan del poeta lisboeta, sino de la mixtificación delirante de una crítica que construye castillos de humo.

II


Una vez enunciadas esas dos o tres apreciaciones previas se pueden añadir ahora algunas reflexiones, dispersas y fragmentarias, que puedan señalar la vía que han de tomar los asedios que traten de relacionar una obra poética —la de Fernando Pessoa— y una ciudad —Lisboa—, siguiendo el rastro de algunas palabras ya irremediablemente urbanas.

1. Naturaleza
En un artículo publicado en EL PAÍS en diciembre de 1996, el profesor de filosofía Manuel Cruz afirmaba que «la ciudad es la nueva naturaleza. La antigua naturaleza es ya sólo prehistoria, algo que conviene que conservemos por razones a medio camino entre la melancolía y la supervivencia. Ya no es —la naturaleza— el exterior que rodea los espacios humanizados —las ciudades—, sino a la inversa». Hace algunos años, en un seminario realizado en Sitges, el poeta barcelonés Jaime Gil de Biedma inició su intervención con una espléndida paradoja que parece desarrollar ahora el artículo de Manuel Cruz: «La ciudad —dijo Gil de Biedma— es el hábitat natural del hombre moderno». Y esta idea inaugural del discurso sobre la ciudad aparece ya apuntada en uno de los versos de Álvaro de Campos: aquél que afirma rotundo: «Porque la ciudad es Naturaleza». El arte, en su formulación romántica, había tratado de transformar la naturaleza en pensamiento, es decir, en expresión de las ideas del yo. ¿Y la ciudad, esa nueva naturaleza —cabe preguntar ahora ante el verso de Álvaro de Campos—, también es susceptible de transformarse en un pensamiento que subraye la expresión del sujeto?
Ante esta cuestión existen dos respuestas contemporáneas que poseen un valor paradigmático. La primera se refiere precisamente a Lisboa. El poeta José Ángel Valente escribió hace unos años un artículo donde recordaba que la primera vez que visitó la ciudad de Pessoa se dijo, literalmente, «has estado siempre». La idea parece atractiva y resulta útil para pensar otros aspectos de nuestra vida, por ejemplo, la primera vez que besamos a alguien, ¿es como si la hubiéramos besado ya antes?
La segunda respuesta la proporciona Jonh Berger, cuando describe al campesino que llega a la gran ciudad. Todo le sorprende y todo le estimula. «Todo —explica Berger— subraya la incredulidad de la frase estoy aquí». Es decir, interpretándolo, la ciudad convierte la experiencia de su reconocimiento en una experiencia conflictiva, crítica, en una experiencia de otredad.
La primera actitud subraya, a mi juicio, la personalidad del sujeto y su disposición a elaborar visiones ideales con que conocer la realidad (Lisboa, la ciudad donde ya estuvo antes de estar) lejos de la realidad misma. Es ésta una actitud romántica.
La segunda dispersa la personalidad del sujeto en el objeto, es decir, lo despersonaliza, hace que se sienta otro, que la nueva experiencia lejos de subrayar la personalidad inicial, la deteriore, cree en ella un conflicto, una crisis, una sensación de vivir una vida distinta, otra vida. Ésta es una clara postura de vanguardia.
¿He estado siempre aquí, o subrayo la incredulidad de la frase estoy aquí? Obsérvese lo que opina Luis Cernuda. En «La llegada», uno de los poemas en prosa que forman Ocnos, Cernuda cuenta la primera visión que tuvo de Nueva York desde el barco donde viajaba: «Ya estaba allí: la línea de rascacielos sobre el mar... la cresta de los edificios contra el cielo... Cuántas veces lo había visto en el cine. Pero ahora eran la costa y la ciudad reales las que aparecían ante ti; sin embargo, qué aire de irrealidad tenían. ¿Eras tú quien estaba allí?»
«¿Eras tú quien estaba allí?»: Cernuda aclara la respuesta. Él, como Valente, había conocido la ciudad antes de conocerla, pero en el instante de encarar la línea de rascacielos se sintió igual que el campesino de Berger, preguntándose por la veracidad de su propia existencia al reconocer la ciudad. La ciudad —ese hábitat natural del hombre moderno, ese rotundo «es naturaleza»— en el instante de reconocerla, disgrega nuestra percepción, nuestra personalidad, nos despersonaliza, nos sitúa —como apunta un verso de Álvaro de Campos— «en otra calle, en otra ciudad y yo era otro». La experiencia de la otredad es, para Pessoa, una condición de la poética del hombre de su tiempo.

2.- TranseúntesLas figuras que circulan por la ciudad en general la encarnan por metonimia y entran en nuestra vida sólo de la mano de la propia ciudad: «En la casualidad de la calle, la casualidad de la muchacha rubia» (así empieza un poema de Álvaro de Campos). Estas figuras que pasan anónimas y fugaces a veces, sin embargo, son capaces de dejar en nuestra vida una huella que ha de pervivir para siempre. A veces, estas figuras que pasan anónimas y fugaces son capaces de desencadenar en nuestra vida la pasión más desbordada, el amor más terrible y aun la crisis más acentuada de la propia existencia. En ocasiones no es más que una cuestión de un instante, el tiempo necesario para que un transeúnte nos mire y nosotros al devolverle la mirada descubramos el sentido más profundo de la pasión, o de la soledad o de la angustia.
Al amor dedica Platón uno de sus diálogos más célebres, El Banquete, donde Sócrates, que interive al final, construye su reflexión desenmascarando al retórico Agotón, el poeta. Platón siempre andaba peleándose con los poetas, con los malos poetas. Ese fue su problema. Antes de que Agatón y Sócrates se apropien del debate, Platón deja intervenir a cuatro voces incautas: un joven, un viejo, un médico y un cómico, que es Aristófanes. Sus exposiciones parecen interesarle poco al filósofo, pero de hecho, en esos pensamientos marginales con frecuencia se descubre cosas interesantes. Recordemos, por ejemplo, lo que cuenta Aristófanes en la noche del banquete. Según el cómico las personas en su origen fueron redondas y dobles, y pertenecieron a una de estas tres especies según su sexo: hombres, mujeres y andróginos. Esta constitución, sin embargo, complacía poco a Zeus, quien decidió dividirlas en dos partes simétricas. Consumada la división «cada mitad trató de encontrar aquella de la que había sido separada y cuando se encontraban se abrazaban y unían con tal ardor en su deseo de volver a la primitiva unidad, que padecían de hambre sin la otra»; esto escribe Platón por boca de Aristófanes, y concluye: «De ahí procede el amor que naturalmente sentimos los unos por los otros, que nos vuelve a nuestra primitiva naturaleza y hace todo para reunir las dos mitades y restablecernos la antigua perfección».
La nostalgia de la «antigua perfección» sugiere la existencia de un lugar, de composición fragmentaria, donde los individuos añoren un origen perfecto. ¿En la historia habrá existido un lugar así? ¿Qué concepto social compartirá parentesco con esa separación primigenia y traumática?
«Emigrar —escribe John Berger— siempre será desmantelar el centro del mundo y, consecuentemente, trasladarse a otro perdido, desorientado, formado de fragmentos». Y ese lugar que reúne los centros del mundo desmantelados no puede ser otro que la metrópoli, esa entidad que no suma nacimientos sino que multiplica emigrantes.
Si en la ciudad moderna se constata la división original y forzada de la persona, sea por emigración directa o simbólica, necesariamente la ciudad será también el ámbito donde lo fragmentario anhele recobrar la unidad perdida. De hecho, esta idea de la urbe como el lugar donde de súbito es posible recuperar la «antigua perfección» al reconocer, en una tumultuosa calle, la verdadera mitad desconocida no le es en absoluto ajena, por ejemplo, a Charles Baudelaire. Ni a Walt Whitman.
Baudelaire fue el primero en convertir la ciudad moderna en tema de la poesía lírica —tal como explica Benjamin—. Y uno de los tópicos de ese nuevo tema que más fortuna ha tenido es precisamente éste: el repentino reconocimiento, en mitad de la barahúnda, del amor verdadero.
Su soneto «A une passante» inaugura un tema poético cuya fortuna no ha cesado aún de prodigarse. Una calle atronadora y de súbito pasa una dama, de luto, alta, elegante. Al verla, el poeta cree beber, en su mirada, el lívido cielo donde nacen los huracanes. La belleza de la desconocida le devuelve la vida como los relámpagos la luz en mitad de la noche. Las dos figuras se cruzan en direcciones opuestas sin que tal vez el tiempo logre reunirlas nunca más: «tú a quien yo hubiese amado, tú que bien lo sabías». ¿No suena aquí el eco lejano de aquella peregrina teoría de Aristófanes?
Donde la trama mítica imaginada por el cómico griego suena debajo, con una literalidad asombrosa, es en un poema de Walt Whitman con un título semejante al anterior: «A un desconocido»: «¡Desconocido que pasas! No sabes con cuánto ardor te contemplo, / debes ser el que busco (esto me viene como en sueños), / seguramente he vivido contigo en alguna parte una vida de gozo /... / tú creciste conmigo, fuiste un muchacho conmigo o una muchacha conmigo / he comido contigo y he dormido contigo, tu cuerpo ha dejado de ser sólo tuyo y ha impedido que mi cuerpo sea sólo mío /.../ debo esperar, no dudo que te encontraré otra vez, / debo cuidar de no perderte».
Baudelaire y Whitman, ambos maestros de Pessoa, han convertido un mero encuentro casual en una reflexión lírica trascendente, sea sobre lo eterno o sobre la soledad. La ciudad es un universo de sentimientos ficticios que ocultan verdaderos sentimientos.

3.- Memoria
La memoria de la ciudad, el modo de percibir el espacio urbano es una de las cuestiones más apasionantes de cuantos temas afectan a la ciudad. Álvaro de Campos habla de un «recuerdo intransigente» que enlaza directamente con el fluir de conciencia de Bergson o el monólogo interior de Joyce, experiencias todas ellas próximas entre sí e igualmente vinculadas de raíz a la ciudad.
Sobre la manera cómo percibimos la ciudad Álvaro de Campos escribió algunos versos sorprendentes, y más sorprendentes cuanto más crecen las ciudades y más cosas sabemos de la vida en ellas.
Un poema emblemático del vínculo entre Lisboa y Álvaro de Campos es aquel en que repite el estribillo por tres veces como marca inequívoca de una obsesión: «Lisboa con sus casas / de varios colores, / Lisboa con sus casas / de varios colores, / Lisboa con sus casas / de varios colores. / De tan diferente, esto es monótono. / Como de tanto sentir, ya sólo pienso.»
Desde los primeros estudios teóricos sobre la vida en la ciudad moderna, emprendidos por la Escuela de Chicago, la heterogeneidad («De tan diferente...») y su multiplicación («vários...», «vários...», «vários...») han sido señalados como dos de sus elementos esenciales; puesto que una ciudad es, según la clásica definición de Louis Wirth, «un asentamiento relativamente grande, denso y permanente, de individuos socialmente heterogéneos».
La experiencia de lo diferente y discontinuo, pero también, y en consecuencia, de lo desordenado y centrífugo, provoca, según Álvaro de Campos, monotonía. Y esta monotonía presenta dos importantes efectos simultáneos: el predominio de la razón sobre el sentimiento y el declive de la imaginación, cuyo campo se cercena hasta abarcar únicamente los límites exactos de la ciudad y su heterogeneidad reiterada.
Los sucesores de la escuela de Chicago en nuestros días, teóricos de una disciplina tan múltiple y complicada como el objeto que estudia, tratan como fenómenos sociales algunas de las ideas que circulan por este ingenuo y fundamental poema. Richard Sennet ha mostrado en La conciencia del ojo (1990) cómo, en efecto, la diferencia desemboca irreversiblemente en monotonía. «Un paseo por Nueva York —explica Sennet— revela, al contrario [de adoptar los colores de su entorno], que la diferencia de los otros y la indiferencia para con los otros están relacionadas, ya que forman una desdichada pareja. El ojo detecta diferencias ante las cuales reacciona con indiferencia».
El predomino de lo racional —aun en lo aparentemente desbocado— y la pérdida de imaginación y fantasía auténticas, y también de experiencia, como efecto empobrecedor de la vida urbana, invade como una epidemia las ciudades modernas y sobre todo las relaciones sociales.
Claro que Pessoa no podía pensar en los asuntos concretos que aquí se han mencionado, ni Lisboa es, desde luego, Nueva York; pero lo sorprendente del poema es que el discurso que hoy se elabora sobre la vida en la ciudad aparecía apuntado ya en esos premonitorios versos de Álvaro de Campos.

4.- FragmentosEn 1928 se publica en Berlín un volumen de pocas páginas que contiene un extraño pórtico donde se lee, no se sabe muy bien si con letras doradas sobre una placa de mármol o con garabatos pintados sobre una tapia: «Esta calle se llama Calle Asja Lacis, nombre de aquella que como ingeniero la abrió en el autor». El librito está compuesto por un conjunto de textos breves y dispares donde se mezclan descripciones, reflexiones, aforismos; donde se reúne la erudición, el recuerdo, la crítica, la filosofía, la sociología, la memoria... Igual que en una calle la barbería está junto al almacén de especies y al costado de la oficina municipal, en cuyo atrio pudieran cruzarse la extranjera fugaz, la madre distraída con el niño travieso o el ingeniero. El librito llevaba por título —en su edición española— Dirección única y el enamorado de Asja Lacis era Walter Benjamin.
En fechas sorprendentemente próximas Benjamin y Pessoa buscan entre los cascotes de la «totalidad» hecha pedazos un resquicio para la filosofía aún posible o para la poética del averiado presente. En los extremos de la cultura europea, a ambos les orienta una misma ceguera, la pérdida de la visión globalizadora y céntrica, y también una misma metáfora: la visión fragmentada que la experiencia de la ciudad moderna les ofrece, esas miradas tan intensas como efímeras. Benjamin, amparándose en las dos certidumbres, rastrea en lo fragmentario un método distinto para la filosofía. Pessoa reúne los fragmentos de la personalidad desgajada en la creación de los heterónimos.
Hay en los poema de Álvaro de Campos una palabra esencial, la angustia: «Grandes mágoas de todas as coisas serem bocados...» —es decir— «El gran sufrimiento de que todas las cosas sean pedazos... Camino sin final...». Angustia que se convierte en condición: «Esta velha angústia, / esta angústia que trago há séculos em mim» («esta vieja angustia / que habita mi usual hipocondría» se podría traducir, en versión libre, con dos versos de Antonio Machado). Porque sólo desde el sufrimiento y la angustia por el «final» y por el sentido ausentes se comprende el insólito valor que cobra lo despreciable y espurio, el fragmento, como única realidad y como tránsito de conocimiento obligado.
Uno de los fragmentos que componen Dirección única defiende una de esas ideas cuyo verdadero alcance nadie, ni siquiera el autor, pudo comprender en el momento de ser publicada. Dice Benjamin: «para los grandes hombres, las obras concluidas tienen menos peso que aquellos fragmentos en los que trabajan a lo largo de toda su vida. Pues la conclusión sólo colma de una incomparable alegría al más débil y disperso, que se siente así devuelto nuevamente a la vida. Para el genio, cualquier censura, no menos que los duros reveses de fortuna o el dulce sueño, se integran en la asidua laboriosidad de su taller, cuyo círculo mágico él delimita en el fragmento.»
Pero hay algo que es necesario añadir: hasta 1982 exactamente nadie pudo comprender en su plenitud esas tres o cuatro cosas que dice el texto de Benjamin, por la sencilla razón de que hasta 1982 se desconocían esos fragmentos en los que Benjamin y Pessoa habían trabajado a lo largo de toda su vida integrando reveses o sueños en la asidua laboriosidad de su taller y en torno al círculo mágico del fragmento.
En 1982, la edición póstuma —recuérdese de paso que ambos murieron en los años 30 del siglo XX— de los dos libros de toda una vida, incompletos por concepción, caóticos y desesperados, angustiosamente fragmentarios, uno de Walter Benjamin, Das Passagen-Werk («Libro de los Pasajes»), y el otro de Fernando Pessoa, Livro do Desassossego, otorgó al fragmento de 1928 y a los poemas del ingeniero una hondura y una capacidad de vaticinio insospechadas y terribles. Tanto como necesarios han sido desde entonces esos dos libros para entender nuestro tiempo y nuestro entorno, la ciudad.